viernes, 16 de agosto de 2013

La adolescencia

Tenía unos días libres sin ningún viaje en mente y he venido a pasarlos a mi playa, esa en la que veraneo desde pequeñita. Playa del norte, con el mar movido, el agua fría como a mí me gusta, pero con más días nublados de los que me gustaría.

Estos últimos años, desde que acabé la carrera, no he venido nada. La última vez fue hace dos y por casualidad. Vine, me volví a enamorar de Zarautz y me fui prometiendo volver más a menudo. Dos años he tardado, pero la sensación es la misma. Tengo que venir más.  Este es uno de mis sitios preferidos de España. Quizás porque, de alguna manera, crecí aquí. 

De los 14 a los 20, más o menos, pasaba cada minuto que podía de los veranos aquí. Si no estaba aquí desde el día que acababa un curso hasta empezar el siguiente era porque no podía. Si tenía que estudiar venía todos los fines de semana, si no, semanas enteras.

Y de esos veranos de adolescencia me quedan mil recuerdos, mil anécdotas y algunas buenas amigas.

Recuerdo que bailábamos canciones penosas primero en mi cuarto, luego en los bares. Recuerdo las primeras noches de juerga, los "¿hasta que hora?" y sus correspondientes mentiras en casa de N. "a mi me dejan hasta las 4. Déjale a N también y así volvemos juntas". Recuerdo taparnos para salir de su casa cuando íbamos vestidas muy frescas. Recuerdo que vestíamos fatal. Recuerdo ir a comer allí, infinitos domingos A y yo, las comidas familiares en casa N. Recuerdo que me encantaba su hermano mayor.

Recuerdo bailar subidas a la mesa del Fany. Recuerdo juntar euros para pagar a un camarero que llamábamos Tarzan. Recuerdo, muy a mi pesar, chupitos de tequila.  Y de otras cosas, pero muchos. Recuerdo beber en la playa. Recuerdo acabar las noches siempre en el mismo bar.

Recuerdo tardes de mal tiempo en casa N (centro de operaciones) viendo pelis. Recuerdo Pretty Woman, Dirty Dancing y Grease. Recuerdo que las veíamos todos los veranos.  Recuerdo la anécdota de Richard Gere y que el día que murió Patrick Swayze nos llamamos.

Recuerdo mil y un chicos. Recuerdo un chico de Barcelona que quería saber si en Pamplona durante el año soltaban toros por las calles. Recuerdo que, hasta que abrió la boca, me parecía mono. Recuerdo que nos gustaban los guiris. Recuerdo a un tal David. Recuerdo mentirles a todos con la edad.

Recuerdo que el último verano del colegio creíamos que iba a ser el último y no lo fue. Recuerdo que poco a poco dejé de venir.

Pero, sobretodo, recuerdo que en esta playa pasé la mejor adolescencia posible.

(Para mis amigas de la playa, que comparten todos estos recuerdos conmigo. Aunque no lo lean.)

miércoles, 7 de agosto de 2013

Martes

Cuando vives fuera de casa tus amigos se convierten en tu familia. Y estás realmente a gusto en un sitio, realmente integrado, cuando compartes con esa familia ciertas rutinas, ciertas tradiciones.

Esta familia en concreto se unió frente a un plato de sushi y una copa de vino blanco.

Era martes. Un martes cualquiera, todos los martes. Un restaurante japonés de un país del este de Europa, tres amigas y muchas risas. Así empezó.

La tradición de los martes surgió de forma casual, quizás gracias a otra chica, una que no llegó a ser parte de esta familia.

Llegaban al salir del trabajo, a eso de las 6 de la tarde. Muy pronto para cenar, pero primero picaban algo, luego otra copa de vino, al rato un plato más… todo entre risas, confidencias, crisis existenciales, críticas a los respectivos trabajos, planes… y así pasaban la tarde. Les conocían en el restaurante y no les importaba que ocupasen una mesa durante tantas horas.

Poco a poco la tradición fue haciéndose más y más importante en la vida de estas tres chicas. Se veían más días,  se relacionaban con más gente, pero el martes era su día. No se podía fallar. Siempre te dirán que se hicieron amigas un martes, frente a un plato de sushi.

Con el tiempo abandonaron las tres aquel país del este. Siguen siendo amigas, y siempre que se juntan intentan que sea en un restaurante japonés, para no perder costumbres. Mantienen contacto diario, siguen siendo inseparables, aunque vivan a miles de kilómetros de distancia. Han pasado juntas enamoramientos, rupturas, problemas familiares, cambios laborales para bien y para mal.

Se convirtieron en familia por necesidad pero ya nunca dejaran de serlo. 

para mi familia de aquel país del este, aunque no lo lean

martes, 6 de agosto de 2013

Viajar

Me gusta viajar.

Me gusta haberme calado mientras paseaba por el barrio de Montmartre. Haberme tomado una caipirinha (¿o fueron dos?) en una terraza de Salvador de Bahía mientras veía la realidad del país en un viaje de esos de pulserita y todo incluido. Mirar escaparates con vestidos de novia que dejaban muy lejos el umbral del buen gusto en Estambul. Coger un barco para cruzar el Bósforo y pisar Asia por primera vez. Me gusta haber hecho turismo cervecero por Budapest. Volver dos meses después y ver la ciudad de verdad. Me pasó como con Salamanca, necesité dos viajes para conocerla entra resacas. Las dos me enamoraron. Me gusta la Alhambra. Me gusta volver a sitios que pasé en el Camino de Santiago y verlos con más calma. Me gusta perderme, en cualquier ciudad del mundo. Alejarme de la parte turística, sin rumbo fijo. Me gusta buscar el secreto de Roma y no encontrarlo. Me gusta recordar la gotera del hotel de Kata. Reírme al recordar cuando se me rompió el bikini en una playa brasileña. Haber visitado Sofía un año después de vivir ahí y tener una sensación rara, mezcla de vuelta a casa y turisteo. Me gusta LA playa. Que en Viena el metro fuese “gratis”. Ir a Hamburgo sin ninguna expectativa y enamorarme de la ciudad. Me gustan Turkish Airlines y Qatar Airways. Me gusta el vértigo que siento desde la punta de la Torre Eiffel (me gusta ahora, la primera vez que estuve en Paris, de pequeña, mi único recuerdo es llorar, histérica). Me gusta comprar billetes de avión. Me gusta pasar un finde en Madrid sin ver la luz del día. Me gusta pasear por Burdeos.  Me gusta Irlanda, su verde, su gente, su todo. Hasta me gusta haberme caído de una moto en Tailandia. Me gusta el turismo gastronómico. Decidir no subir a la Torre Gálata y que los que sí subieron nos grabasen un video de la puesta de sol desde allí, que vimos tras la cuarta cerveza.

Me gusta cuando los viajes salen según lo previsto, pero me gusta casi tanto cuando hay fallos, anécdotas que recordar.

De los viajes me gusta todo, desde el momento en que piensas por primera vez en un destino hasta cuando los recuerdas años después.


Me gusta tanto que hasta diría que lo necesito. 

lunes, 5 de agosto de 2013

El arte de no hacer nada

No hacer nada es un arte. Todos tenemos más o menos capacidades para determinadas formas de arte. Yo, por ejemplo, no sé cantar (es posible que sea la persona que peor canta del mundo), no es que dibuje particularmente bien, y bailo con una arritmia severa. A cambio soy muy buena en el arte de no hacer nada y en el de dormir. Incluso podría competir a nivel profesional. Muy buena. Y no me importa no dominar las otras artes, porque las dos que tengo las disfruto como nadie.

El problema es que si cantase tan bien como pierdo el tiempo, podría vivir de ello. Si bailase con la misma ilusión y profesionalidad con la que duermo, sería famosa. Mis artes no me van a  hacer rica. Que tampoco me importa demasiado, si la alternativa es ser una pintora rica y famosa pero incapaz de pasarse un fin de semana vegetando… pues no me cambio.

Mi capacidad de perder el tiempo es casi infinita. Puede que un viernes por la tarde este dedicándome a ello y me aburra y me entren ganas de hacer cosas (acaso no se cansa el pintor de sus pinceles?), pero hay fines de semana que tengo dedicación absoluta a este arte. A veces estoy un fin de semana sola en casa y lo dedico a no hacer nada, puede que con una interrupción el sábado por la noche para salir. Otras ni eso, soy feliz en mi soledad, mi no hacer nada y mis maratones de series, pelis y dormir.

Pero tanto el no hacer nada como el dormir son artes que requieren de entrenamiento. No puedes pretender pasarte tus primeros 20 años de vida siendo muy activo y madrugador y que luego, de un día para otro, sepas no hacer nada y puedas dormir 15 horas seguidas.

Yo nací con las capacidades necesarias para ello, las entrené, las disfruto y las practico todo lo que puedo. Por algo dormir es uno de los 5 placeres principales de toda vida humana.


¿Y tú? ¿Duermes por necesidad o por placer?

viernes, 2 de agosto de 2013

Cuando ya no dé pena

Perder a un amigo es una desgracia.

Que alguien que pensaste que siempre estaría a tu lado deje de estarlo suele ser algo gradual. Habláis menos. Igual ya no vivís en la misma ciudad o ya no se dan las circunstancias de veros tan a menudo. Va pasando el tiempo y, de repente, piensas en él. ¿De verdad hace más de 6 meses que no hablo con él? Y te da una pena infinita. Piensas en llamarle. Quizás un WhatsApp. Lo piensas pero no ves el momento. En parte también lo dejas pasar porque ¿y él no se ha dado cuenta? ¿y él no me echa de menos? Una gilipollez, no lo voy a negar. Y te debates entre la gilipollez y la amistad. Le sigues queriendo, han sido muchos años siendo inseparables. Y hablas de bodas con tus amigas las casaderas y piensas… si sigo distanciada, cuando me case ¿estará él? Porque no concibes que esa persona se pierda los momentos importantes de tu vida, aunque las vuestras hayan seguido caminos distintos.

Obviamente no va a ser lo mismo. Ya no estáis en la universidad, ya no eres una ocupa en su piso de estudiantes y ya no bebéis vino de tetrabrik (gracias a Dios). El tiempo ha pasado y los dos habéis cambiado, pero no tanto como para que justifique dejar de ser amigos.

Él es la persona a la que acudías cuando tenías un problema. Era abrazos, risas, confesiones, secretos, crisis existenciales, copas, más risas, películas en el sofá, desayunos post juerga, resacas en común, tardes de estudio, paseos, amistad. Cuando estabais juntos no os hacía falta más gente, ya fuese para un fin se semana “de esquí” en los que pasabais muchísimo más tiempo en el bar que en las pistas, si es que llegabais a pisar estas, o para una tarde-noche de esas que empezaban en la biblioteca y acababan cerrando discotecas.  Eráis los más juerguistas del lugar, no lo voy a negar. Pero él era mucho más que un compañero de juerga.

Y pasan cosas en tu vida, buenas y malas. Y en las malas te encantaría tener su apoyo y las buenas las quieres compartir con él. No porque lo necesites, por suerte tienes muy buenos amigos, sino porque quieres. 

Luego llega su cumpleaños y le escribes, y te contesta como si nunca hubieseis sido así de amigos. Te llama como solo te llama él, pero solo te da las gracias. Ignora el “a ver si nos ponemos al día que hace mil que no hablamos”. Y vuelves a pensar que igual no merece la pena.


Le sigues queriendo y no quieres llegar al punto donde ya no da pena. Sabes que llegará, es ley de vida. Que quizás en unos años os encontréis por casualidad, te haga ilusión, te alegres de que todo le vaya bien y recordéis viejos tiempos con cariño, pero ya no te dé pena. Y quieres evitarlo. Pero ¿y por qué no llama él? ¿es que no me echa de menos? Lo dicho, gilipollas.